Para la muerte no hay saber.
Escuchar o leer sobre una persona que se ha quitado la vida o ha muerto por causas relacionadas con temas de salud mental siempre es complicado de digerir. El suicidio es uno de esos temas sobre los que entre más sabemos, más nos hundimos en el engaño.
La psicología se refugia en técnicas, estrategias de afrontamiento, estadísticas, teorías sobre el suicidio, etc, mientras la gente sigue muriendo. Este saber no responde a otra necesidad más que a la de aliviar la angustia del psicólogo por su impotencia ante la posibilidad de la muerte del que acude a su consulta. Algunos incluso ven como una mancha en su currículum el antecedente de un paciente que se ha quitado la vida estando en consulta con ellos.
Todo esto no es más que una aniquilación prematura del sujeto. Reducirlo a un mero registro en los archivos, en las estadísticas, en la clasificación de su conducta o de sus pensamientos.
Imponerle un saber sobre su anhelo de muerte impide que el sujeto se despliegue en su propio discurso, que es dónde deberíamos buscar las razones y la posibilidad de vivir.
Para la muerte no hay saber. El saber que construimos acerca del suicidio está contaminado por una fuerte moralidad hacia la vida. En el furor por curar de sus ideas al suicida se acaba oprimiéndolo más, empujándolo más hacia su acto.
Enaltecer la vida irónicamente conduce a su opuesto: es destructivo y atrae a la muerte. Es más prudente reconocer que a veces la vida duele y que también pesa vivir.
En la clínica he encontrado que cuando reconocemos que el sufrimiento y las razones por las que una persona llega diciendo que quiere morir son válidas, que no son una locura, abrimos la puerta para que la persona siga hablando y quizás más adelante encontremos que aún hay algo en su discurso de lo que podría sujetarse.
Y es que cuando alguien anhela morir, la muerte tiene todo el sentido del mundo. Es quizás por tener demasiado sentido que se termina cayendo en el acto. El suicidio es una forma de dejarse caer cuando la palabra ya no es suficiente para sostenerse.
Que se tenga todo el sentido del mundo significa también que ya no hay más, ya se ha colmado la cosa, “no hay ni por dónde buscarle”, como se dice coloquialmente.
Por otro lado, la escucha no es algo menor, pero no se trata de una escucha cualquiera. La mayoría de las personas cuando dice estar escuchando realmente sólo está esperando su turno para hablar. La escucha a la que me refiero crea agujeros en el sentido evitando colmarse de él y permitiendo que el sujeto siga depositándose en las palabras y, a través de la prolongación de su discurso se evite encallar en la muerte.
Con las palabras podemos matar aquello que deseamos morir. Esta frase no está mal redactada, está escrita así con toda intención y propósito. Porque a veces las palabras (como el sujeto) necesitan retorcerse un poco, invertirse, desgarrarse del sentido para volver a vivir.
Es por esto que tantas explicaciones sobre la mente o la conducta suicida, tantas teorías y técnicas, no siempre detienen la muerte.
Para cada uno existe una puerta diferente cuando se trata de encontrar una ruta hacia la vida, si es que hay algo en nosotros que desea continuar. Para algunas personas la religión es la respuesta, para otros el arte, el trabajo, sus mascotas o la compañía de algún ser querido; otras más sólo necesitan que se los deje solos por un tiempo, necesitan un descanso de tanto ruido, de tanta supuesta civilización, y que se los deje en paz.
Porque ni la muerte ni la vida responden a la misma lógica en cada uno de nosotros, es que hay que tenerles cierto respeto a las elecciones ajenas.
Es en su propia palabra que alguien puede hallar un discurso que no lo aniquile. Y es un acto de amor brindar la escucha a manera de cuna, el hombro, la mirada, sin imponerle en estos un saber o un sentido que le ordene, aplastándolo nuevamente, que debe vivir.
Es también en el respeto a los objetos más íntimos del sujeto, incluidas sus ideaciones suicidas, que se puede encontrar una puerta que no lo conduzca a morir.